8.    La defensa de la vida humana[1]

8.1.         El aborto

8.1.1.                  Realidad a lo largo de la historia.

   El aborto, como tal, siempre ha existido, pero hoy con mayor protagonismo. El problema de la demografía ha servido como excusa. En España en el año 2000 ha habido 65.000 abortos.

   Ya en el siglo XIX a.C. aparece el aborto accidental recogido en el Código de Hammurabi. En Ex. XXI, 22-25 se habla del aborto provocado por riñas. En Grecia se permite el aborto provocado por motivos políticos. La polis no puede exceder un número determinado de habitantes, para que no se produzca el caos; se permite pues, abortar, siempre que no haya "sensación de vida" en el embrión -refiriéndose con esta expresión al momento previo al origen del alma en el feto, que se situaba a los 40 días de la fecundación, si se trataba de un niño, y entre 60 y 80 días si era niña-.

   Platón (427-347 a.C.), por ejemplo, sostenía que, en una república ideal, los hombres y las mujeres que hubiesen superado respectivamente los 55 y 40 años podían tener relaciones sexuales libres, con la condición de no procrear hijos. Resulta necesario, por tanto, el haber debido recurrir a las prácticas abortivas y al infanticidio.

   El propio Aristóteles (384-322 a.C.) no era contrario a la eliminación de los niños minusválidos recién nacidos. Admitía igualmente el aborto con la única limitación de que fuese practicado antes de que el feto tuviese sensibilidad.

   En el Juramento Hipocrático, aparece la prohibición del aborto y del contraceptivo.

   En la sociedad grecorromana no existían medidas de protección penal para el nascituro. En el ámbito de la familia, cualquier decisión al respecto correspondía al paterfamilias. Hasta las mujeres emancipadas podían decidir según su capricho. Cuando, con la crisis de la institución familiar, la autoridad paterna se debilita, en el siglo III aparecen algunas medidas penales. Se trataba de leyes que imponían penas severas tanto a las mujeres casadas o divorciadas que abortaban contra la voluntad del cónyuge, como a aquellos que suministraban fármacos abortivos contra la voluntad del cónyuge. Estas leyes no miraban, sin embargo, por la vida del feto, sino que defendían los derechos del marido sobre la prole y salvaguardaban la integridad física de la madre.    

   Por una parte, era comúnmente admitido el principio jurídico «conceptus pro iam nato habetur», una presunción que no pretendía resolver dudas ni teóricas ni científicas, sino sólo dirimir los posibles conflictos legales, sobre todo en el ámbito del derecho hereditario[2]. Por otra parte, hasta que el nascituro no veía la luz, no era considerado ciudadano a todos los efectos. Con las palabras de Ulpiano (siglo II -228): «partus, antequam edatur, mulieris portio est vel viscerum»[3].

La tesis de Ulpiano ya había sido propuesta en el siglo V a.C. por Empédocles. Este autor sostenía que el embrión recibía el aliento vital en el momento del nacimiento. La tesis no había sido recogida del círculo de los médicos, donde, por la evidencia de los datos embriológicos conocidos entonces, dominaba la doctrina de Hipócrates, según la cual el embrión se desarrollaba autónomamente en cuatro etapas morfológicamente diferenciadas. Aristóteles elaboró una teoría nueva -aceptada en general durante muchos siglos en base al esquema de tres niveles de vida: el feto tendría, en fases sucesivas, primero un alma vegetativa, después una sensitiva y finalmente el alma racional propia del ser humano. La infusión del espíritu en los hombres se fijaba a los cuarenta días de la concepción, mientras que en las mujeres vendría más tarde, en torno al tercer mes.

   A partir del siglo II d.C., existe en el cristianismo el "aborto contestado". Además, afirmaban que debía ser defendido todo el proceso de gestación (se defiende la animación inmediata).

   En el siglo XIX aparece justificado por razones políticas y sociales, sin tener en cuenta las razones morales, como medio para alcanzar un sano crecimiento demográfico.

   Y en el siglo XX aparece el aborto despenalizado. El aborto se permite y no se penaliza. Veamos los casos en los que se permite:

1.      Por razones terapéuticas: cuando está en peligro la vida o la salud de la madre.

2.      Por razones sociales: cuando la situación económica de la madre es precaria, o cuando la casa no ofrece las condiciones necesarias, o porque la madre alega no poder asumir la maternidad, etc. Cuando el estado decide llevar a cabo un control de la población.

3.      Por razones eugenésicas: cuando se sabe que el niño viene con anomalías o malformaciones.

4.      Por razones humanitarias: cuando el embarazo ha sido producido por violación.

5.      Por razones personales: emigración de la mujer o por una formación no suficiente para asumir la maternidad.

    En los últimos años el tema del aborto ha tomado  unos horizontes nuevos. En efecto, diversas instituciones pero sobre todo los organismos dependientes de la ONU lo han incluido dentro de los planes de control de la natalidad, acogiéndolo bajo el paraguas de expresiones como “salud reproductiva”. La Santa Sede lo ha puesto de manifiesto en diversas ocasiones, por ejemplo con motivo del documento final de la Conferencia Internacional sobre población y desarrollo de El Cairo (1994), decía:

Con respecto a los términos «salud sexual» y «derechos sexuales», «salud reproductiva», y «derechos reproductivos», la Santa Sede los considera como partes de un concepto integral de salud, en cuanto que -cada uno según su propio modo- abarcan a la persona en la totalidad de su personalidad, su mente y su cuerpo, y que favorecen el logro de la madurez personal en la sexualidad, en el amor mutuo y en la capacidad de tomar decisiones, que caracterizan el vínculo conyugal, según las normas morales. La Santa Sede no considera el aborto, o el acceso a él, una dimensión de esos términos.( Reservas de la Santa Sede al documento final de la Conferencia Internacional sobre población y desarrollo de El Cairo)

    De hecho así fue reconocido en la reunión preparatoria del Cumbre Mundial sobre la Infancia en septiembre de 2001[4].

    Este es un tema importante porque mediante su inclusión en los derechos básicos a la salud reproductiva, o la sexualidad, o dentro de la cuestión del género, queda incorporado a los derechos humanos, y se convierte, valga la redundacia, en un derecho humano. No cabría la objeción de conciencia, y sería obligatorio a cualquier estado su reconocimiento.

   Pero, ¿qué es el aborto? Es la interrupción del embarazo cuando el embrión o feto no es viable por sí mismo y, por tanto, al no poder vivir fuera del útero, muere. Puede ser espontáneo o provocado:

·        Espontáneo: puede tener lugar sin que nos demos cuenta.

·        Provocado: es el realizado con la intervención humana; puede ser directo o indirecto. El directo tiene como efecto único buscado y querido la expulsión del feto. El indirecto es consecuencia de una acción que no se puede omitir, y tiene un efecto bueno, que es el que directamente deriva de la acción (cf. extirpación del útero canceroso).

                Los principales métodos utilizados son:

1.      Los no clínicos: por plantas, con agujas de gancho.

2.      Métodos clínicos son :

1.      píldoras antiimplantatorias (píldora del día después) o que expulsan el embrión implantado (RU-486)

2.      los quirúrgicos son tres: succión o vacuoextracción, raspaje o raspado y el método de salinización.

8.1.2.                  El aborto en España. Datos definitivos hasta el año 2000.

    La Dirección General de Salud Pública y Fomento, del Ministerio de Sanidad, acaba de publicar los datos sobre abortos correspondientes al año 2000. En primer lugar destaca el sostenido incremento del aborto desde hace 10 años: 41.910 (1991), 44.962 (1992), 45.503 (1993), 47.832 (1994), 49.367 (1995), 51.002 (1996), 49.578 (1997), 53.847 (1998), 58.399 (1999) y 62.756 (2000). En el año 2000 los 63.756 abortos suponen una incidencia de 7,14 abortos por cada 1000 mujeres. Esta cifra en 1991 era de 4,79.

    La comunidad autónoma con mayor número de abortos por 1000 mujeres, de 15 a 44 años, es Baleares, con 13, 56 abortos. Le siguen Cataluña y Madrid con 9,67 y 8,90 respectivamente. El País Vasco con 3,55 y Navarra con 3,63 abortos por cada 1.000 mujeres de 15 a 44 años, son las que presentan menor tasa de abortos. Aunque en cifras absolutas son, Cataluña (13.134), seguida de Madrid (10.862), Andalucía (10.552) y Comunidad Valenciana (6.329), las comunidades autónomas en donde se han practicado más abortos.

    Otro dato de interés a destacar es que en el 97,16% de las veces la causa aducida fue la salud de la madre; el riesgo fetal en el 2,57% y la violación en el 0,05%.

    Otro dato de interés es que la mayoría de los abortos se realizaron en centros privados (632.243), de ellos 5.315 en hospitales y 56.928 en centros extrahospitalarios. El método utilizado ha sido fundamentalmente la aspiración (57.022) Otro dato a destacar es la escasa utilización de la píldora abortiva RU486 (1.201).

    En el extranjero se han realizado en el año 2000, 965 abortos. De los 34 abortos en los que se adujo violación, 19 se realizaron en residentes de Madrid. Le siguen a distancia Cataluña, Asturias y Murcia con 3 abortos cada una.

    Parece de interés que de los 63.756 abortos realizados en el año 2000, 26.505 lo solicitaron mujeres que viven en pareja y 35.904 mujeres que no viven en pareja.

    Finalmente un dato sociológico a señalar es que el número de abortos de menores de 20 años, fue de 9.204; de ellos 5 en adolescentes de 12 años; 23 de 13 años y 132 de 14 años.

 

8.1.3.                  Dificultades en la discusión social sobre este tema

    Se dan, al menos, dos niveles de discusión en la sociedad actual en torno a la licitud o no del aborto:

    El primero se mueve en ámbitos muy bajos, de exigencias científicas mínimas y donde aun las preocupaciones éticas apenas si se tienen en cuenta. Se argumenta sólo a la vista de razones puramente de conveniencia personal o social. Por ejemplo, si se considera que la mujer es "dueña de su cuerpo" o que el concebido-no nacido es un "apéndice" de la madre o que el embrión es "una masa celular gelatinosa" o que el hombre dispone a su libre arbitrio de la facultad de engendrar y de dar a luz a capricho, es lógico que no se atiendan más razones que las personales, según el interés del momento. Esta actitud tan vulgar se sitúa al margen de cualquier consideración científica y ética.

    El segundo nivel sería el “científico” que atiende directamente a la consideración del feto. Este sí que es decisivo en las discusiones actuales. Es sabido que la cuestión, cuando se apuran las razones éticas, no es tanto si la mujer puede o no disponer de lo que ha engendrado, sino aclarar si lo concebido es ya un ser personal, sujeto de derechos, al menos del derecho a nacer y vivir. En concreto, el punto decisivo es saber si cabe considerar al feto como "persona" desde el momento de la concepción, o, por el contrario, antes de poder hablar de "persona", lo engendrado pasa por un estado embrionario con un estatuto de derechos distinto del de la  persona. En este supuesto apoyan sus razones quienes afirman que en ese estadio cabría anular la vida concebida sin lesionar derecho alguno.

    El problema de la discusión en este último nivel es que no suelen respetarse  los diversos planos epistemológicos, que conviene recordar:

  1. Plano biológico: ¿cuándo empieza un individuo humano a existir?

  2. Plano antropológico y por tanto ético: ¿cuándo se empieza a ser persona?. Este plano implica al anterior. Evidentemente no se puede ser persona si no se es individuo humano. ¿Se puede ser individuo humano y no ser persona? Si se establece una diferencia en el tiempo de desarrollo de esa realidad llamada individuo humano, se deberá señalar qué cualidad constituye la persona y además cuál es el estatuto ético de derechos de la realidad anterior a ser persona. Pero su modo de razonar debe ser de nivel filosófico. Aquí es donde entra la definición de persona, el concepto de corporalidad, la concepción materialista o espiritualista del hombre.

  3. Plano del derecho: la plasmación jurídica de los derechos naturales de la persona, en este caso el primero en el orden fáctico que es el de la existencia física. La articulación jurídica de este derecho puede hacerse en tres grados:

    1. Penalización de quién lleve a cabo la destrucción de una vida humana antes de nacer;

    2. Despenalización, lo que equivale a legalización de esta conducta en los supuestos previstos por la ley;

    3. Reconocimiento del derecho al aborto como derecho humano básico y por tanto su reconocimiento jurídico que deja fuera de la ley a quien no lo favorece.

    Parece que la discusión sobre el momento de la animación ha quedado un poco obsoleta y responde quizá a un concepto de hombre que separa excesivamente su ser corporal de su ser espiritual. Me parece que la Ciencia Biológica ha ayudado mucho a conocer cuándo se empieza a ser desde el punto de vista biológico animal humano.

    Por otra parte ya en las primeras lecciones de este curso hemos dado respuesta a las preguntas aquí formuladas tanto en el plano biológico como en el antropológico.

 

8.1.4.                  Raíces culturales de esta situación llamada “cultura de la muerte”[5]

    En la cultura contemporánea podemos encontrar diversas raíces de lo que Juan Pablo II llama “cultura de la “muerte”. Acudiendo a la Encíclica Evangelium vital, podemos señalar:

1. Exasperación del concepto de subjetividad:

sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás...

También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita (EV, 19)

2. Concepción absolutamente individualista de la libertad:

concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. (EV, 19)

3. Disociación entre verdad y libertad:

la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho (EV, 19).

4. Con el relativismo absoluto, todo resulta convencional y negociable, incluso el derecho a la vida en el ámbito social y político. Es evidente que los más débiles son los que llevan las de perder. El Estado, con el aparente reconocimiento de la legalidad, se transforma en Estado tiránico, y la libertad, cuando reivindica el derecho al aborto o a la eutanasia, se configura como poder absoluto sobre los demás y contra los demás:

De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la «casa común» donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases.(EV, 20).

 A un nivel más profundo EV ve un centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre:

perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.(EV, 20)

 La vida del hombre para de ser “misteriosa” a ser como la de los demás animales, pero más perfecta. En ese sentido se convierte en cosa, y por tanto objeto utilizable y gozable: ya sólo importará la técnica para dominar y la mayor obtención de placer sensible:

El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable.

          Así, ante la vida que nace y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio «existir». Se preocupa sólo del «hacer» y, recurriendo a cualquier forma de tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser «vividas», pasan a ser cosas que simplemente se pretenden «poseer» o «rechazar»(EV, 22, cfr. n. 23)

    Se llama “cultura de muerte” porque:

En la perspectiva materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal -el del respeto, la gratuidad y el servicio- se sustituye por el criterio de la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por lo que «es», sino por lo que «tiene, hace o produce». Es la supremacía del más fuerte sobre el más débil.(EV, 23)

 

8.1.5.                  Datos Bíblicos

   ¿Qué aporta la Biblia[6]? La Biblia no tiene una referencia clara al aborto. En Ex. XXI, 22-23 aparece de manera indirecta. Sobre el origen preciso de la vida tampoco se dice nada.

   Se concibe la vida en el seno materno como fruto de la acción creativa de Dios (Is. XLIV, 24; XLIX, 1; II. Mac. VII, 22-23; Lc. I, 41). Dios es el creador de la vida, pero no se dice en qué momento comienza ese acto creador.

   La Biblia defiende siempre la vida. El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios (Gen. I, 14), luego la vida es intocable (Gen. IV, 8ss), y se condena el acto de matar (Ex. XX, 13). El valor absoluto de la vida humana aparece también en 1 Rey. XXI, 1-19. El Nuevo Testamento condena el homicidio. Jesús conculca el amor a la vida.

   En Gál. V, 20 puede aparecer una condena indirecta al aborto. Utiliza el término "farmakeia", que se puede entender incluyendo el tema del aborto junto con otras cosas que atentan contra la vida.

8.1.6.                  Postura de la Iglesia en la tradición eclesiástica[7].

   La Iglesia en su nacimiento se puede afirmar sin ninguna duda que se enfrenta al ambiente general para condenar desde el primer momento el aborto.

   El testimonio más antiguo es el de la Didaché. De autor desconocido, esta obra ofrece una descripción austera pero detallada de la vida cristiana en los inicios del siglo II. El que quiere seguir el camino que salva debe obedecer al mandato: «no matar al niño con el aborto, no suprimirlo recién nacido»[8]. Por el contrario, quienes siguen el camino de la muerte son «asesinos de los hijos, destructores de las criaturas de Dios»[9].

   Dentro de su concisión expresiva, la Didaché introduce un argumento relevante: los hijos son obra (plasmatos) de Dios, porque tienen una particular dignidad y no deben ser considerados simples propiedades de sus progenitores. De este modo, más que afirmar un principio dogmático, se quería poner un límite al poder de vida y de muerte del patertamilias.

   La misma enseñanza, casi con palabras idénticas, se encuentra en la Epístola de Bernabé, compuesta en torno al año 130 d.C., por un autor desconocido[10].

   Una idea de la gravedad con la que eran considerados los ataques contra el nacisturo nos la da un texto apócrifo de la primera mitad del siglo II, donde se describe el castigo reservado en el infierno a las mujeres que han abortado voluntariamente. El autor habla de un lago pestilente, donde las mujeres yacen sumergidas hasta el cuello; frente a ellas, se ve un gran número de niños abortados que gritan y lanzan llamas que las golpean en los ojos[11].

Este planteamiento se mantendrá y tendrá su trascendencia en medidas pastorales y canónicas con diversos tipos de excomuniones. En ocasiones las penas serán como en el homicidio intencionado y en otros casos más suaves. S. Basilio y S. Agustín identificarán el aborto con un homicidio.

Durante la escolástica se mezclan distintos criterios: el morfológico (según la forma exterior que tenga), el cronológico (según la teoría de Aristóteles), y el ontológico (se habla de pasar por distintas almas).

Con la casuística del s. XVI-XVII, se empieza a hablar del aborto terapéutico como voluntario indirecto, y así es admitido. Cuando se quiere aplicar el principio de totalidad que contempla el sacrificio de un miembro a favor de todo el cuerpo, es condenado por la Iglesia como de no aplicación en este caso. Vista la dificultad de establecer una relación evidente entre el criterio morfológico (forma) y el fundamento ontológico (animación), el problema fue apartado. Ahora bien, ya que nadie dudaba de que el nascituro fuese merecedor de respeto absoluto y de que, en consecuencia, la prohibición moral de atentar directamente contra el nascituro no admitía excepciones, parecía inútil detenerse en la distinción entre formado e informado, ya que -como decía San Alfonso María de Ligorio (1696-1787)«cum nihil ad praxim possit deservire».

Esta situación durará hasta las leyes abortistas

 

8.1.7.                  Actuales definiciones magisteriales.

 Parece especialmente importante citar:

“Crimen abominable" (GS,51)

“Con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal (EV,57)

 “Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos -que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina-, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal" (EV,62).

Catecismo de la Iglesia Católica: 2270-2272:

2272  La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. "Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae" (CIC, can. 1398) es decir, "de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito" (CIC, can 1314), en las condiciones previstas por el Derecho (cf CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.

Y el Código de Derecho Canónico, con el fin de advertir de esa gravedad, además de pecado mortal, le impone la pena canónica de la excomunión latae sententiae. Esto se refiere también a cuantos cooperan materialmente de una forma inmediata o directa sea física o moralmente (la prestación pedida al equipo de la sala de operaciones, el que lo aconseja eficazmente). Esta pena la especifican así los Obispos de España:

   "Significa que un católico queda privado de recibir los sacramentos mientras no le sea levantada la pena: no se puede confesar validamente, no puede acercarse a comulgar, no se puede casar por la Iglesia, etc. El excomulgado queda también privado de desempeñar cargos en la organización de la Iglesia". (100 cuestiones y respuestas sobre el aborto,83, 6-IV-1991).

   No obstante, no caen en la excomunión cuando se dan las circunstancias que eximen de cualquier pena. En concreto, no incurren en penas eclesiásticas los menores de 18 años, quienes sin culpa desconocen que infringen esa ley o los que lo llevan a cabo por miedo grave o con el fin de evitar un grave perjuicio (cfr. cc. 1321-1324). Y en relación al aborto:

   "Dado que en derecho canónico no existe delito si no hay pecado grave, hay circunstancias en las que no se incurre en esta pena, que requiere plena imputabilidad. Por ejemplo, no quedan excomulgados los que procuran un aborto si ignoran que se castiga con la excomunión; los que no tengan conciencia de que abortar voluntariamente es pecado mortal; los que han intervenido en un aborto forzados con violencia irresistible contra su voluntad o por miedo grave; los menores de edad...; en general, los que han obrado sin plena advertencia y pleno consentimiento" (Ibid,89).

 

8.1.8.                  Divergencias actuales respecto a esta enseñanza.

Las divergencias que se han presentado en estos últimos años pueden ser resumidas en el texto de las advertencias a Marciano Vidal:

Es verdad que el autor da una valoración moral negativa del aborto en términos generales, pero su posición

acerca del aborto terapéutico es ambigua : al sostener la posibilidad de ciertas intervenciones médicas en algunos casos más difíciles, no se entiende claramente si se está refiriendo a lo que tradicionalmente se llamaba «aborto indirecto», o si en cambio admite también la licitud de intervenciones no comprendidas en la categoría tradicional mencionada.

No menos ambigua es su posición sobre el aborto eugenésico.

 Por lo que se refiere a las leyes abortistas, el autor explica correctamente que el aborto no se puede considerar como contenido de un derecho individual, pero a continuación añade que «no toda liberalización jurídica del aborto es contraria frontalmente a la ética». Parece que se refiere a las leyes que permiten una cierta despenalización del aborto. Pero, dado que existen diversos modos de despenalizar el aborto --algunos de los cuales equivalen, en la práctica, a su legalización, mientras que ninguno de los demás es, en todo caso, aceptable según la doctrina católica-- y que el contexto no es suficientemente claro, al lector no le es posible entender qué tipo de leyes despenalizadoras del aborto se consideran «no contrarias frontalmente a la ética»

8.1.9.                  Legislación y legislación Española

               Hay tres tipos de modelos de ley de aborto:

a.       Ampliamente permisivos: autorizan el aborto a petición de la mujer, dentro de un plazo previamente determinado (10-18 semanas).

b.      Permisivos: sólo se admite el aborto cuando hay unas determinadas indicaciones: salud, malformaciones, etc.

c.       Prohibitivos: lo prohíben, excepto con ocasión de intervenciones terapéuticas. La práctica del aborto está penalizada.

En general se admite que el aborto es algo malo, pero se aduce que el prohibirlo o no despenalizarlo produce mayores males. Se pretende regular que el daño sea menor. Suele aducirse también  que la ley no tiene que coincidir con la ética. En general se plantea como conflicto de intereses, olvidando la obligación absoluta de no hacer el mal. El recurso a la pluralidad de la sociedad olvida la necesidad de que haya unos mínimos para la convivencia entre todos, y que forma parte de estos mínimos la defensa de la vida inocente.         

   La ley despenalizadora del aborto, en España, (1983) entra dentro del segundo tipo de leyes. El aborto no se penaliza en tres supuestos:

8.      Terapéutico. Se permite el aborto cuando está en peligro grave la vida o salud física o mental de la madre. Hay un conflicto entre el derecho a la vida de ambos. Se supone que la vida de la madre corre un grave peligro, que ha de confirmarse por un especialista distinto de aquél que practicará el aborto.

2.      Violación. Se trata de un embarazo no querido, producto de violencia. Basta con denunciar el caso para que se autorice el aborto. No se especifica cuándo hay que presentar tal denuncia. Lo único claro es que ha de realizarse antes de las doce semanas de gestación.

3.      Eugenésico. Provocado por malformaciones fetales. El feto habrá de nacer con grandes taras físicas.  No se precisa certeza absoluta, sino que sólo se necesita la posibilidad de que tales malformaciones puedan darse (se requieren dos especialistas de centros acreditados para el efecto). Han de diagnosticarse tales anomalías. El aborto habría de realizarse no mucho antes de las 16 a 18 semanas, pues antes es prácticamente imposible detectar dichas anomalías.                 

   Se requieren las siguientes condiciones en todos los casos:

8.      Que quien lo practique sea entendido en la materia o se realice bajo su dirección.

2.      Que tenga lugar en un centro sanitario acreditado para ello, sea público o privado, donde se vele por las condiciones sanitarias y para evitar de este modo la clandestinidad.

3.      Que la persona de el consentimiento expreso para que se le practique el aborto. También se aconseja, en principio, el permiso del marido.

   Hay un cuarto supuesto que se pretende sea aceptado: psicosocial. De momento la ley no está aprobada. Pero se está estudiando.  La ley española, en efecto, tiende a ser ampliamente permisiva (ley de los plazos)

   La Conferencia Episcopal Española, frente a esto, publicó dos documentos, anteriores incluso a la aprobación de la ley:

   - 5 de Febrero de 1983: "La vida y el aborto".

   - 28 de Junio de 1985: "La despenalización del aborto".

   Síntesis (de ambos documentos): el aborto es un mal gravemente inmoral. Y la ley despenalizadora no puede cambiar la valoración moral del aborto; es decir, que su aprobación legal no implica su legitimidad moral. La valoración moral de los actos, en efecto, no la da la ley.

   La ley no recoge el valor de la vida humana. Es injusta, porque no protege los bienes fundamentales de la sociedad y sus miembros, sobre todo de los que están más indefensos. La vida de unos quedan a merced de otros.

8.2.         El homicidio

   Del valor bíblico de la vida del hombre, hecho a "imagen de Dios", se deduce la maldad del homicidio, que se condena en la Biblia con la pena de muerte: "Quien vertiere sangre de hombre por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre" (Gén 9,6). Más tarde, el homicidio resume el 5º Precepto del Decálogo: "No matarás" (Ex 20,13).

    Es muy importante notar que el verbo del original hebreo es "rasach", que significa la muerte del inocente. Por eso cabría traducirlo: "No causarás la muerte de un hombre de un modo arbitrario", o sea "ilegal". Para otra clase de muertes, la Biblia emplea los términos "harag" y "hemit". Por ello no cabe utilizar esta argumentación de cara a la pena de muerte, porque esto sólo vale para el caso de un inocente, en donde nos encontramos con un absoluto moral:

 “la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre deber ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligado dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor del prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal91», se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo.”(VS, 50)

    El homicidio (la muerte de un inocente) mereció siempre las mayores repulsas incluso en aquellas épocas en las que la pena de muerte era frecuente. Por ejemplo, la tradición  de la Iglesia, desde los primeros escritos, condena con dureza la muerte del inocente. Así, por ejemplo, la Carta a Bernabé, de época tan primitiva, sentencia: "No matarás, para ello no darás veneno, no matarás el feto en el seno de la madre, no matarás al niño ya nacido" (Carta XX).

   La misma condena se repite en los otros Padres Apostólicos, en los Apologistas del siglo II y en los Santos Padres . La Iglesia antigua enumera el homicidio entre los "crimina", junto con la apostasía y el adulterio: eran los tres pecados calificados como más graves. Por eso es condenable la muerte caprichosa e injusta que connota el terrorismo.

 

8.3.         El terrorismo

   El terrorismo es una de las formas más genuinas de procurar la muerte del inocente, por eso el terrorista es un verdadero asesino. Ninguna de las circunstancias que motivan la rebeldía social o política puede justificar la muerte violenta -pensada y organizada- de personas inocentes. Las condenas de la moral cristiana han sido constantes. Las resumen estas palabras de Juan Pablo II:

          "Quiero hoy unir mi voz a la voz de Pablo VI y de mis predecesores, a las voces de vuestros jefes religiosos, a las voces de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para proclamar, con la convicción de mi fe en Cristo y con la conciencia de mi misión, que la violencia es un mal, es inaceptable como solución a los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano" (Discurso en Irlanda, 29-IX-1979).

   Y el Catecismo de la Iglesia Católica sentencia que "el terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad" (CEC,2297).

   Pero, ante la gravedad del pecado de homicidio, máxime si se repite como es el caso del terrorismo, la sociedad y la Iglesia deberían tomar medidas extraordinarias. Parece que no bastan las palabras de condena. En concreto, los movimientos sociales deben organizarse y hacer manifestaciones públicas -callejeras-, llamativas para la opinión pública, contra el terrorismo.

   Tampoco la Iglesia debe contentarse con la reprobación verbal. La Jerarquía debería tomar otras medidas, tales como actos públicos de penitencia; convocar a la comunidad para que exprese su petición a Dios con el fin de que cesen esos crímenes, tal como se acostumbra en tiempos de sequía o peste, etc. También se podrían establecer días de penitencia, por ejemplo, invitando a los fieles a un ayuno voluntario siempre que se produzca un atentado, etc.

   Estas medidas extraordinarias llamarían poderosamente la atención y serían capaces de crear una fuente clara de opinión cristiana de condena del terrorismo. Además, estas y otras similares actuaciones públicas tienen una gran fuerza educativa y evangelizadora. Es preciso resaltar que el terrorismo no sólo constituye un crimen social, sino que es un grave pecado, pues promueve una ola de odios y de divisiones en la comunidad. Con esos actos públicos, la Iglesia ayuda a los fieles a situarse en la verdadera dimensión del crímen: los pretendidos ideales que persigue el terrorismo no logran ocultar el mal moral que cometen tales actos, como es la muerte que acaba con la vida de personas inocentes y la división social a que da lugar: el fenómeno del terrorismo origina todo un cúmulo de pecados especialmente graves. Por ello no es suficiente la condena verbal, sino que postula actos públicos de reprobación popular.

 

8.4.         La muerte del injusto agresor

   Dado el valor de la vida y la obligación que incumbe al individuo de conservarla, todo hombre tiene el deber de defenderse frente al injusto agresor, aún con el riesgo de que se siga la muerte del que le agrede. En este caso, no es sería un asesinato (rasach), sino una muerte no querida (harat).

   Para justificar la muerte del injusto agresor, la moral clásica recurría a la teoría de la "acción de doble efecto" o al "voluntario indirecto". Parece que es la explicación más clara aunque hay que explicar despacio cómo la acción que se pone no es inrtrinsecamente mala, precisamente porque no se trata de un inocente. Hoy se habla de "conflicto de deberes". Esta explicación tiene plena validez en este caso, pero aplicada a otras situaciones en las que sí puede haber un absoluto moral  se puede confundir con el "proporcionalismo ético".

   Éstas son las condiciones para que pueda hablarse de  "legítima defensa":

   - Debe tratarse de "un mal muy grave", cual es, por ejemplo, el peligro de la propia vida, la mutilación o heridas graves, la violación sexual, el riesgo de la libertad personal, la pérdida de bienes de fortuna desmedidos, etc. No se considera como "agresión injusta" el inferir daños contra el honor o la fama.

   - Que sea un caso de verdadera agresión física. No bastan las amenazas a no ser que conste el firme e inminente propósito del agresor y que no puedan evitarse antes de que se inicie la agresión. No cabe la legítima defensa contra una agresión futura.

   - Que se trate de un daño injusto. Por ejemplo, no sería lícito defenderse de un policía, hasta producirle la muerte, dado que el agente normalmente actúa en cumplimiento de su deber, por lo que no cabe calificarle de "injusto agresor".

   - Para defenderse no hace falta que el agresor lo haga de modo voluntario y consciente. Por eso, cabe defenderse, con riesgo de causarle la muerte, contra un drogadicto, un borracho o un loco.

   - Que no tenga otro medio para defenderse más que resistir al agresor. En ocasiones, el agredido podría huir, lo cual debe intentar siempre que le sea posible.

   - En cualquier caso, se requiere que el agredido no se exceda en el uso de medios "occisivos". Es preciso que se guarde en todo momento "la moderación debida"; o sea, que se haga siempre "cum moderamine inculpatae tutelae", lo cual demanda que no se empleen de inmediato medios que causarían la muerte al agresor. Como es lógico, si es suficiente producirle algunas heridas, no se justifica la muerte. El agredido debe "defenderse", pero no causar daño directo al agresor.

       Esta condición no siempre es fácil de precisar, tanto porque no cabe medir la gravedad de esos medios, ni se puede determinar de inmediato los efectos, así como por la situación azarosa en que se encuentra en aquel momento el que se defiende del injusto agresor.

   Un católico podría renunciar al principio de legítima defensa por un bien mayor, cual puede ser la muerte en pecado del agresor. Pero, en ocasiones, deberá defenderse cuando existe "conflicto de valores", por ejemplo, el padre de familia.

   "La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad"[12].

 

8.5.         La pena de muerte

   La pena de muerte provoca hoy grandes controversias y suscita un cúmulo de preguntas: si la vida humana goza de tal dignidad, ¿puede el Estado disponer de la vida de un ciudadano? ¿Es que un hombre puede llegar a ser tan indigno que merezca la muerte? ¿Una generación tan sensible al valor de la vida puede tolerar todavía la legitimidad jurídica de una ley permisiva de la pena de muerte? ¿Por qué la Iglesia, tan sensible ante el aborto, no condena con igual contundencia la pena de muerte?

   Como se ha dicho más arriba, no se puede invocar el quinto precepto, dado que allí el verbo "rechah" no prohíbe la "muerte legislada", sino la muerte por capricho o "ilegal". Lo cual supone que puede haber una ley que imponga la muerte al culpable. De hecho, está legislado en el Antiguo Testamento En efecto, los textos veterotestamentarios que imponen la pena de muerte son abundantes (Lev 24,17; 21,14; Ex 22,18; Ex 22,17; Lev 20,6).

   No se puede afirmar lo mismo del Nuevo Testamento. Parece que San Pablo admite que las autoridades puedan imponerla, por eso advierte a los cristianos que obedezcan a la autoridad (Rom 13,4). Pero la predicación de Jesús a favor del amor y del perdón al enemigo fue tan radical (Mt 5,21-22) que elimina la "ley del talión" (Mt 5,38-42). Este nuevo espíritu influyó en las primeras comunidades que, sin definirse en el campo teórico, se inclinaron por el perdón y la benevolencia.

   Los Padres, si bien tampoco la condenan, ponen dificultades para que se cumpla. Pero, lentamente, los cristianos fueron admitiendo el estado constituido y los testimonios decrecen, de modo que el Papa Inocencio I (401-417), preguntado sobre su licitud, contesta: "Sobre este punto nada hemos leído transmitido por nuestros mayores" (Epistola ad Exuperium, VI,3,7-8).

   En el siglo XII, la época de los grandes juristas y teólogos, es común la sentencia sobre la legitimidad jurídica de la pena de muerte. Testigo de esta aceptación es la siguiente sentencia del Papa Inocencio III (1208):

   "De la potestad secular afirmamos que sin caer en pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal de que para inferir el castigo no proceda con odio, sino por juicio; no incautamente, sino con consejo" (Dz 426).

   Esta misma doctrina es defendida por Santo Tomás, que se propone el tema de modo expreso y lo trata ampliamente A partir de este fecha, teólogos y Magisterio aceptan de modo unánime la licitud de la pena de muerte con tres condiciones: que sea aplicada por la legítima autoridad, después de un juicio justo y que lo exija el bien común. Éstos son los argumentos que proponen para legitimarla        

   - La intimación del criminal.

   - La legítima defensa de la sociedad.

   - La restauración del orden jurídico del Estado.

   - El sentido de la retribución justa.

   - Sentido de la indignidad del delincuente

   Es cierto que, a partir del siglo XVIII, surgen corrientes de juristas que impugnan su legitimidad, pero no logran crear un estado de opinión favorable. De hecho, la licitud apenas si se cuestiona hasta fecha reciente, en que la nueva cultura, los cambios sociales, así como las seguridades que pueden tomar los Estados para defenderse del delincuente imponen que se revise esa legitimidad. Por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica[13] se mueve en esta línea:

La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.

          Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

          Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo "suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos" (Evangelium vitae, 56).

   Pero, seguidamente, explica que, si la autoridad pública dispone de medios incruentos "para proteger el orden público y la seguridad de las personas", la autoridad debe posponer la pena capital y usar los medios incruentos, "porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana" (CEC,2267).

   Un marco legal aún más restringido es el que le deja la Encíclica Evangelium vitae. Juan Pablo II subraya "la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de `legítima defensa' social" (EV,27). Por ello, los pretendidos fines que se propone la pena de muerte -reparar "la violación de los derechos personales y sociales", "preservar el orden público y la seguridad de las personas", "intimación del delincuente", etc.- no justifican una legislación en favor de la pena capital:

   "Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes" (EV,56).

   No es fácil deducir la legitimidad de la pena de muerte a partir de argumentos racionales. No obstante, aún aceptada la legalidad, significaría un gran avance para la educación a favor de la vida que se renunciase a su defensa. A este respecto, los autores cada día se sitúan más del lado de quienes niegan su legitimidad.

 

8.6.         La tortura

   También en esta materia ha habido un cambio en la apreciación ética, al menos en Occidente. En el campo doctrinal, los moralistas han estudiado la tortura después del homicidio. Y, si eran favorables a la pena de muerte, también legitiman -en algunos supuestos- la tortura  Y la mutilación. Pero en la actualidad se la condena sin excepción. Pablo VI la rechaza con estas severas palabras:

          "La Iglesia y los creyentes no pueden permanecer insensibles e inertes ante la multiplicación de las denuncias de torturas... ¿Por qué la Iglesia de la misma manera que lo ha hecho respecto del duelo y lo sigue haciendo con el aborto, no toma una posición severa frente a la tortura y a las violaciones análogas infringidas a la persona humana? Los que los ordenan o las practican cometen un crimen" (Discurso al Cuerpo Diplomático, 14-I-1978).

    El Catecismo de la Iglesia Católica la condena con el mismo rigor y la califica de "contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana" (CEC,2297). Y, dado que no es fácil comprender las justificaciones que la tortura tuvo en otras épocas, añade estas precisiones históricas:

          "En tiempos pasados, se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de autoridades legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus propios tribunales las prescripciones del derecho romano sobre la tortura. Junto a estos hechos lamentables, la Iglesia ha enseñado siempre el deber de clemencia y misericordia; prohibió a los clérigos derramar sangre. En tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conformes a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar por las víctimas y sus verdugos" (CEC,2298).  

   La absoluta condena de la tortura por parte de la ética teológica actual tiene dos fuentes: la sensibilidad acerca de la dignidad del hombre y los ultrajes a los que se han visto sometidas innumerables personas en no pocos lugares. Las descripciones que hacen las víctimas que han sido sometidas a tortura evoca el adjetivo "brutal", pues al hombre se le trata como a un bruto, peor aún que a los animales.

   La misma condena merecen las manipulaciones psíquicas. La perfección técnica a que han llegado estas prácticas agravan aún más el juicio condenatorio.


 

[1] Ver el libro de Aurelio Fernández

[2] Ver, por ejemplo, Paulo (Digesto I, 5, 7) y Juliano (Digesto I, 5, 26).

[3] Cf. Ulpiano (Digesto 25, 4,1,1).

[4] http://www.bioeticaweb.com/Noticias/2001/salud_repro_equiv_abor.htm

[5] Aunque aquí lo vamos a aplicar al aborto, La Enc., Evangelium vitae lo hace referido también a la eutanasia.

[6]  Se puede ver en PAV, Identidad y estatuto del embrión humano,  los artículos de I. Carrasco:  El respeto debido al embrión humano: Perspectiva histórico-doctrinal: http://www.bioeticaweb.com/Inicio_de_la_vida/respeto_debido_al_embrion_humano.htm  y Salvio Leone,  Raíces antiguas de un debate reciente.

[7] Se puede ver en PAV, Identidad y estatuto del embrión humano,  los artículos de I. Carrasco:  El respeto debido al embrión humano: Perspectiva histórico-doctrinal

[8] Cf. Didaché 2, 2 (I Padri Apostolici, A. Quacquarelli (ed.), Citt3Nuova, Roma, 1978.

[9] Ibíd., 5, 2.

[10] Cf. 19, 5; 20, 2 (I Padri Apostolici, o.c.).

[11] Cf. Apocalipse di Pietro, citado por J. Quastens, Patrologia, vol. I, Marietti, Casale Monferrato, 1980, p.133.

    [12] CatIglCat, 2265.

[13] Conviene conocer que cuando se escribe el CEC hay que tener en cuenta no sólo los países del primer mundo sino todo el orbe católico y algunos obispos se oponen a que haya una condena de la pena de muerte valorando las circunstancias en las que viven sus propios países.